Naturaleza Pétrea

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EPÍLOGO DE NATURALEZA PÉTREA

 
 
Las primeras luces del crepúsculo tiñen el cielo de un rojo que se parece al fuego, mientras la luna se despereza de su duermevela asistiendo al silencio sacro de los animales.
El anciano mira hacia el horizonte y eleva una plegaria. Su cuerpo carga las señales del transcurso de los años, pero su inquebrantable espíritu lo mantiene indemne de la debilidad de la vejez. A su alrededor se alzan cientos de rocas por él esculpidas, ya que así el designio de la naturaleza se lo encomendó desde el principio. Es el escultor de piedras y lo será por siempre, una eternidad que no comprende pero alcanza a percibir.
Aspira hondo para que el perfume de los durazneros y naranjos lo doten de esa fragancia que es parte de él desde que tiene memoria, y descalzo disfruta de la tierra, que atesora las almas de sus familiares y lo que la existencia plagada de belleza le regaló desde la infancia.
Posee la felicidad de quien lo ha hecho todo y ya no espera nada.
 
Su cuerpo magro y marchito, aún conserva la entereza de la libertad. Cargando una pesada bolsa con sus semillas pétreas, lentamente recorre cada centímetro del terreno. Una a una toca las grandes esculturas, que lo saludan con las mismas vibraciones que antaño han llegado hasta las almas de los hombres llevando su mensaje.
Ya está bien, todo sucedió como debía. No siente más necesidad que la de pertenecer a ese pueblo colorido que es San Sperate, y no hay otro lugar en el que estar que en ese campo.
Sobre la tierra yerma, coge una pala y comienza a cavar un hoyo con la potencia de su amor perenne por la naturaleza. Una a una entierra sus semillas, realizando la última y más sincera de sus obras. Recuerda que alguna vez alguien le preguntó si podía considerarse arte a algo que nadie viese, y ahora encuentra la respuesta. El arte, como la vida, no se hace ni se exhibe: es.
Trabaja con la piel al descubierto, sintiendo los postreros rayos del sol envolviéndolo en su abrazo. Con gran esfuerzo hace aún más profundo el pozo, en cuyas fauces deposita más semillas, más origen, más piedras que podrán engendrar hijos como alguna vez una lo engendró a él.
 
Sobre una colina, en el firmamento se recorta la silueta de un gran tractor cuyas astas se parecen a los brazos de un gigante. O de un Dios.
Su cuerpo tiembla por completo, presa de la emoción más fuerte que ha sentido, que es la del reconocimiento hacia quien le dio la vida. Comprende que el camino que recorrió estuvo regido por la paz, y que no es otra que la madre Tierra quien ha velado por su ser. Se desborda dentro suyo un amor inalcanzable, perpetuo, total. Las astas del tractor levantan porciones de tierra que podrían generar una montaña, y es al verlo que comprende que llegó el momento de cerrar el círculo maravilloso que siempre ha recorrido su destino.
Al tornarse, él, su guardián de piedra, trepida al saludarlo. A su lado está sentada ella, su musa, su guía, la representación física de la sabiduría con que pudo andar la vida.
Las lágrimas recorren sus mejillas y también las de ella, quien con labios temblorosos asiente con un gesto de cabeza, bendiciéndolo.
 
Con el remanente de sus fuerzas, el anciano corre por el campo, por su tierra, por su mundo. Anda mucho tiempo hasta llegar colina arriba. Desde lejos, él y ella lo ven alejarse. Su sombra queda envuelta bajo el gran sol que ha bajado hasta posarse por detrás de su cuerpo, brindándole la protección final.
Pinuccio necesita hacerle a su madre, la sagrada naturaleza, la mayor de las ofrendas, la última y suprema: su ser.
Las astas levantan una gran porción de tierra, y sonriendo de emoción el maestro se arroja dentro.
 
Cubierto por la tierra reza su último agradecimiento, ya que regresa al lugar al que siempre ha pertenecido.
 
 
Cuando no era y no era el tiempo
Cuando el caos dominaba el universo
Cuando el magma incandescente colaba el misterio
de mi formación
Desde entonces mi tiempo está encerrado en una
corteza muy dura
He vivido eras Geológicas interminables
Enormes cataclismos han sacudido mi memoria lítica
Llevo con emoción los primeros signos de
la civilización del hombre
Mi tiempo no tiene tiempo